El naufragio del Titán
Los manotazos de ahogado de Estados Unidos agravan la estabilidad económica y social planetaria
Tony Blair, ex primer ministro del Reino Unido (1997-2007) y socio de George Bush en la invasión militar a Irak –con el pretexto de las inexistentes armas de destrucción masiva– ha dicho que la era del dominio occidental está llegando a su fin y que el mundo se enfrenta a cambios geopolíticos globales y a una transición hacia la multipolaridad. Lo señaló el sábado pasado durante la Conferencia Anual organizada por la Ditchley Foundation, organización que apoya férreamente la alianza entre Estados Unidos y Occidente. Por supuesto que esto no es ninguna novedad, pero el hecho de que lo diga Blair es importante porque describe abiertamente la respuesta belicista seguida por Estados Unidos, Europa y sus aliados Canadá, Australia, Japón y Nueva Zelandia para enfrentar esta transición.
A diferencia de Blair, quien propone una respuesta bélica y de creciente armamentismo, el economista estadounidense Jeffrey Sachs plantea una agenda de cooperación, al tiempo que critica y desestima la capacidad de injerencia de Estados Unidos en asuntos globales con base en las amenazas basadas en su, todavía, supremacía militar. En A New Foreign Policy: Beyond American Exceptionalism (2018), Sachs alerta sobre las tensiones que generan la posibilidad de que se desate una conflagración mundial de dimensiones catastróficas que amenacen la vida en el planeta, y señala que el siglo de dominio americano empezó en 1941 y terminó en 2017. Desde entonces, dice, ya no domina más la economía ni la geopolítica mundial, como sí lo hizo alguna vez. Advierte que Estados Unidos no es un país inmune a los problemas del planeta en torno al cambio climático, las consecuencias devastadoras de la guerra y la creciente desigualdad económica. Es uno más y, por tanto, para mejorar su propia situación requiere de la cooperación con otros países y cambiar su política exterior. Desde luego, no es la mirada que prevalece en el país del Norte.
Debacle
En su conferencia del sábado pasado “¿Después de Ucrania, qué lecciones tiene ahora el liderazgo occidental?” Blair afirmó que el dominio de Occidente termina conforme China asciende al estatus de superpotencia, en asociación con Rusia, como uno de los puntos de inflexión más significativos en siglos. Se trata de “la primera vez en la historia moderna que Oriente puede estar en igualdad de condiciones con Occidente”. Reconoció que China “ya es la segunda superpotencia del mundo (…) y que, aunque Rusia tiene un importante poderío militar, su economía es un 70% del tamaño de la de Italia, por lo que el poder de Pekín está en un nivel totalmente diferente”. Cierto, pero Rusia es el cuarto país con mayor poderío militar después de Estados Unidos, China e India, y cuenta con el mayor número de ojivas nucleares en el mundo.
Expresó con claridad que “durante las dos últimas décadas, China ha mantenido un compromiso activo y exitoso con el mundo estableciendo conexiones con respecto a las cuales, como puedo atestiguar, existe una profunda reticencia, incluso por parte de los aliados tradicionales de Estados Unidos, a ceder”. Seguramente se refiere a las enormes inversiones chinas en Europa, y viceversa, así como a su creciente intercambio comercial. Sin duda, observa el crecimiento de La Franja y la Ruta de la Seda (BRI), una red multimillonaria de proyectos de infraestructura en Asia, África, Europa y América Latina, que promueve el comercio con China y del cual forman parte más de 100 países; la constitución del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB) fundado en 2014 y conformado por más de 80 países, con sede en Pekín, del cual son miembros fundadores Gran Bretaña, Alemania y Australia, a pesar de la oposición de Estados Unidos; el Nuevo Banco de Desarrollo del BRICS, fundado en 2014, con sede en Shangai; y el Centro de Cooperación Multilateral para el Financiamiento del Desarrollo (MCDF), lanzado en el Foro de la Franja y la Ruta inaugural de 2017.
Además, en enero de este año entró en vigencia la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), la mayor organización de integración comercial del mundo, lanzada por el gobierno chino en 2013 como respuesta al Acuerdo de Cooperación Transpacífico (TPP) propuesto por Barack Obama, en 2009, y suscrito por su gobierno en 2016. Este agrupaba a tres países latinoamericanos (Chile, México y Perú) además de Canadá, Australia, Japón, Malasia, Nueva Zelandia, Singapur, Vietnam y Brunei.
Pero la llegada de Donald Trump al poder en 2017 marcó un punto de inflexión en la estrategia de ese país con relación a China y a la institucionalidad multilateral en el mundo, que intentó destruir. En su delirio de “Hacer América grande otra vez” optó por una estrategia de guerra comercial con China y deshizo la más diplomática planteada por Obama. Así, la primera medida cuando asumió su gobierno fue retirarse del TPP, como lo hizo de muchísimos organismos y tratados multilaterales, incluida la Organización Mundial de la Salud, en medio de la pandemia. Así, la criatura concebida bajo el gobierno de Obama pasó a nominarse TPP-11, y nació huérfana y sin reflectores en 2021.
Con la frente marchita
Salvo en Europa, la presencia de Estados Unidos no enciende pasiones. En la IX Cumbre de las Américas realizada en Los Ángeles del 6 al 10 de junio, el Presidente Biden presentó una propuesta bastante precaria: la “Alianza para la Prosperidad Económica en las Américas” que, entre otros, ofrece créditos para contrarrestar la presencia china en la región, un remedo de la fracasada “Iniciativa América Crece” lanzada en 2019, en tiempos de Trump, que ofrecía lo mismo. Colombia fue uno de los pocos países a los que se le ofreció un crédito de hasta 5.000 millones de dólares durante la visita que realizó en agosto de 2020 el consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Robert O’Brien, y el propio Mauricio Claver-Carone, a cambio de que la Cancillería colombiana se ofreciera de plataforma para reunir los votos de apoyo al entonces candidato Claver-Carone, hoy presidente del BID. Se buscaba evitar que algunos gobiernos se sumaran a la propuesta liderada por Argentina, Chile, Costa Rica y México, de postergar la elección virtual de la presidencia de esa institución, mediante la inasistencia, lo que impediría el quórum necesario para la votación.
La Alianza para la Prosperidad Económica de las Américas es más de lo mismo. Se dice que nuestras economías se reconstruirán desde abajo hacia arriba y desde el centro hacia el exterior “dando forma a nuevas herramientas para los desafíos a los que nos enfrentamos hoy y en las próximas décadas”, como por ejemplo el “reforzamiento de nuestras cadenas de suministro para que sean más resistentes a las crisis inesperadas”. Y además “abordaremos la crisis climática mediante el crecimiento de las industrias relacionadas con el clima que darán lugar a empleos de alta calidad”.
El primer punto busca poner un cerco al “patio delantero” de Estados Unidos y restringir la presencia china, lo cual implicaría un esfuerzo extraordinario para los empresarios estadounidenses que supuestamente tendrían que “deslocalizar” sus inversiones de China y trasladarlas a su país de origen o a América Latina, que también ofrece mano de obra barata. Los supuestos beneficios sobre el empleo son una suerte de falacia pues los costos para dicha deslocalización son muy altos, debido al tinglado de cadenas de valor armadas sobre la base de un esquema de producción global.
El punto referido al clima suena falaz pues ya antes de la invasión de Rusia a Ucrania los lobistas de la industria petrolera estadounidense presionaron al gobierno para que impusiera sanciones a las empresas occidentales que participaban en la construcción del gasoducto Nord Stream 2. Así, podrían continuar exportando gas licuado de petróleo producido con las contaminantes técnicas de fracking, en lugar del gas natural que venía de Rusia.
Pero lo más grave no fue la ausencia de propuestas, sino –como señalamos en El Cohete– el fracaso de la convocatoria a la Cumbre. La mayoría de los mandatarios que asistieron, en particular Alberto Fernández, fueron críticos con el gobierno anfitrión por haber excluido a Cuba, Venezuela y Nicaragua. América Latina y el Caribe han mostrado recientemente una mayor autonomía y equilibrio en la definición de sus alianzas y han puesto por delante sus intereses nacionales.
El ejemplo más reciente tuvo lugar esta semana durante la LX Cumbre de Presidentes del Mercosur, al no autorizarse al Presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, a que realizara una intervención en el cónclave. El canciller de Paraguay, país anfitrión, informó que no hubo consenso en la aprobación de dicha solicitud, lo que fue lamentado por Uruguay y probablemente por Paraguay, cuyo jefe de Estado mantiene un diálogo permanente con Zelenski desde el inicio del conflicto.
Tampoco le fue muy bien a Biden en su reciente visita a Arabia Saudita, donde presentó su estrategia para Medio Oriente, en la que participaron seis Estados del Golfo, Jordania, Egipto e Irak. Como en todos los documentos de seguridad estratégica y política exterior estadounidense, dijo que su país no cedería influencia “para que la llenen China, Rusia o Irán”. El Presidente intentó, sin éxito, que los saudíes incrementaran su producción de petróleo, más allá de los en el marco de la OPEP, y tampoco pudo sentar las bases para una alianza de seguridad regional, que incluyera a Israel, para enfrentar a Irán.
Es más, el jueves el Presidente de Rusia sostuvo una conversación telefónica con el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salmán, en la que destacaron la importancia de la alianza OPEP+ (OPEP y aliados) y debatieron “temas actuales de la cooperación bilateral con un acento en la ampliación de las relaciones comerciales y económicas mutuamente provechosas”. De ser el aliado más leal de Estados Unidos, Arabia Saudita ha pasado a manifestar su intención de ser parte de los BRICS, asociación que empieza a surgir como un foco central de la multipolaridad que va consolidándose en el mundo como resultado de la debacle estadounidense y el crecimiento de China y otros países. Otros países emergentes (la Argentina, Irán, México, Guinea, Tailandia, Egipto, Tayikistán y Turquía, entre otros) tienen también la mirada puesta en los BRICS, fundada en 2009 y conformada actualmente por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica.
Respuesta guerrerista
Pero Occidente resiste bajo el liderazgo estadounidense. Su estrategia y acciones coinciden con las respuestas de Tony Blair al proponer que “Occidente debe aumentar los gastos de defensa y mantener la superioridad militar, siguiendo lo suficientemente fuerte como para enfrentarse al país asiático en cualquier escenario futuro”. Además de destrozar lo poco que ya quedaba del Estado de bienestar en Europa, al desviar gasto en este enfoque militar, esta región vive con un puñal amenazante en la yugular, ante las probables restricciones del suministro de gas, alta inflación y recesión a la vuelta de la esquina, sin contar la crisis política en el Reino Unido con la salida de Boris Johnson y la disolución del Congreso como resultado de la renuncia del premier italiano Mario Draghi, entre otros.
En la Cumbre de la OTAN de Madrid, a fines de junio, sus 30 miembros suscribieron un nuevo Concepto Estratégico que pone énfasis en la disuasión y prevención de conflictos, por lo que busca incrementar el gasto militar para enfrentar a Rusia, definida como “la amenaza más importante y directa a la seguridad de los Aliados, en el área euroatlántica (…) y a China por sus ambiciones y políticas coercitivas que suponen un desafío para nuestros intereses, nuestra seguridad y nuestros valores”.
Los manotazos de ahogado de la primera potencia mundial, resquebrajada desde sus entrañas, representan un serio peligro para la estabilidad económica y social planetaria. Los efectos de su búsqueda por preservar su hegemonía con respuestas bélicas arrasarán los esfuerzos que realicen internamente los gobiernos, en particular los de los países subdesarrollados, para enfrentar la crisis.